Siempre ha tenido la fotografía una vocación primera de carácter documental; siempre ha supuesto un intento de captar el momento presente y, por tanto, de recoger los sucesos infinitos que, seleccionados y ordenados con una lógica adecuada, convertimos en Historia, o, al menos, en una historia.
Es imposible escaparse de este impulso narrativo, porque el tiempo es la dimensión que todo lo contiene. Es imposible abstraerse de contemplar una foto sin evocar el momento en que fue realizada, por qué mano y en qué lugar. Hay fotografías que se hacen con la pretensión de marcar un hito histórico importante, hasta el punto que su poder de información puede ser abrumador; tanto que explican hechos que afectan a generaciones, como la placa de cultivo del hongo penicillium, que llamó la atención del doctor Fleming, o el incendio en 1933 del Reichstag alemán.
Pero hay fotos de pretensión más modesta, incursas inevitablemente en el momento cotidiano en que vivimos, como tantas que circulan a millones cada día, informan de nuestra intimidad y, pocos años después de realizadas, nos provocan una pequeña conmoción. Quizá esa sea la razón por la que en paredes, mesas, estanterías, nos rodeemos de fotos que atañen a nuestro espacio íntimo y lo vivifican.
Las fotografías que muestro aquí, estos bodegones, surgen de una lucha personal contra el tiempo, o mejor dicho, de los estragos que muestra, pues inexorablemente casi cualquier otra fotografía evoluciona en sentido inverso a esa intangible dimensión que inevitablemente nos envejece.  Y no, no es que cualquier tiempo pasado sea siempre mejor, es que los recuerdos aportan melancolía.  La anécdota, la justificación, es simple: quería algo propio que adornara las paredes de mi casa y que no mostrara la transformación de los rostros y de las situaciones vividas. No he podido nunca abstraerme a esa odiosa comparación que va del recuerdo al tiempo presente (a modo de ejemplo: quizás solo por las mañanas, cegado por el sueño y la preocupación por las tareas pendientes, puedo pasar ante el espejo sin verme). Pero los rostros queridos cambian, se alejan de su antigua forma, a la que es tan fácil acomodarse[1]. Hasta los paisajes, urbanos o naturales, envejecen fuera del marco. Y no me gusta verlo. Prefiero mantener una desmemoria selectiva.
La fotografía contiene, casi siempre y según el género, una pequeña dosis de pesadumbre.
Y con todo, si miro un bodegón pintado, o fotografiado, mío o de cualquier otro, inmediatamente me asalta la duda sobre a quién se debe y cuándo fue realizado, quiénes siguieron su huella. Es la natural inclinación a un criterio cronológico; imposible sustraerse a esa forma de pensar.
Pero hay una dimensión placentera en la visión de unas frutas, flores y de todos los objetos que suelen incorporarse en este tipo de representaciones. El bodegón es un género poco usual; no tiene la capacidad de evocación del rostro o de un paisaje, con o sin figura humana. Un bodegón es otra cosa; su capacidad de evocación es más limitada. Los vemos en las ruinas de Pompeya y en la pintura de cualquier siglo. Incluso llega a sustituir a la pintura religiosa cuando el bodegón se carga de símbolos o adopta el género vánitas.
Sin haberlo buscado, muchas de estas fotografías parecen inspiradas en las pinturas del barroco español por el uso de luces y sombras, tan teatrales y próximas a los efectos del claroscuro, como por una  sobriedad expositiva contigua a la pobreza. Son incluso más austeras que la mayoría de los bodegones de esa época, al no estar al alcance de mi mano la cerámica o los ornamentos exquisitos que usaban los pintores del diecisiete…, o por no disfrutar de su destreza e imaginación. Seguramente la forma de mirar del tenebrismo me ha influido; son poderosas referencias a las que es imposible sustraerse, aunque no sea para imitarlas y seguir su estela, sino para su contrario, para desligarse de ellas.
No hay preciosismo. Estos bodegones son sencillos, con pocos elementos  y, estos, poco llamativos. No hay retórica en estas fotos. Ni exotismo. La cámara ofrece exactitud al concepto representado: formas, colores y texturas fieles. Pero en ocasiones, la disposición de los objetos, los distintos volúmenes y colores que ocupan el espacio sin una finalidad práctica, conectan estos bodegones con algo de lo que hemos llamado abstracción. Y apartándonos de la pintura y la fotografía, conectan casi siempre, con esa construcción mental que tenemos del pasado, de los objetos inaugurales y cotidianos de nuestra niñez, o de la de este fotógrafo al menos.
Son frutas maduras, de las llamadas de destrío, algunas ya viejas, irregulares y de texturas pronunciadas. Pertenecen a mi espacio íntimo, vienen de mi infancia y juventud, y afortunadamente, cuando invoco ese tiempo, casi mágicamente, puedo revivirlo en estas simplicísimas instalaciones que gracias a la tecnología pueden ser reproducidas para otras miradas.
Es un modo de recuperar un tiempo no mancillado.


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