Los mitos frecuentemente tienen un carácter fundacional, explican el carácter de los pueblos y tienen el valor de un arquetipo. Han pasado de unas culturas a otras impregnándose de la historia y el lugar en donde arraigan. Aún hoy, forman un magma que evoluciona con nuestro tiempo, se adaptan a la forma de vivir y pensar actual, evolucionan como siempre lo hicieron desde el sustrato fijo en el que se asientan. Son la medida del hombre que construye y modela la época que le toca vivir. El mito describe a quienes lo construyen, son el relato ideal para entender un tiempo cualquiera, porque en su peculiar reflejo muestran el presente y el pasado en imágenes superpuestas.

Hemos recurrido a la mitología para dar valor a las historias que confluyen en el Alberto Barrios. Este lugar es un particular Argo que recoge a navegantes de diferentes lugares, edades y trayectorias. Como aquellos que viajaron en busca del vellocino de oro, forman una tripulación excepcional. Llegan al centro de formación en su edad adulta, con un equipaje escaso, con la duda de tener fuerzas y medios para alcanzar una meta difícil que se les puede resistir como tantas otras a las que antes hubieron de renunciar.  Algunos llegan de países de donde es mejor huir, otros no tuvieron la fortuna de su lado o bien la ahuyentaron, los menos utilizan esta oportunidad nueva que el sistema educativo les ofrece buscando mejorar su suerte con una titulación básica e imprescindible para obtener una titulación específica.

Estos relatos recogen las partes significativas de las vidas que estos argonautas nos han querido contar.  También influyen y definen un telón de fondo. El paisaje que aglutina estos relatos es el Alberto Barrios, espacio cambiante modelado por quienes lo ocupan, pero con el empeño claro de unir las fuerzas de todos para llegar a puerto.
SÍSIFO
Importa la pendiente, que es mucha y el peso de la roca, también la constancia del obligado empeño. Como el burro en la noria repitiendo cada día el pesado trayecto, así Sísifo sube la piedra por la montaña.

María se sentía excitada, contenta y poco concentrada. Demasiadas emociones, atenta a detalles poco importantes como las bridas gastadas del chaleco reflector o la articulación de la camilla, por lo que se sobresaltó cuando el jefe del servicio colgó el teléfono y dio la orden: “¡Deprisa, a la playa: un ahogado!”.
Era su primera salida como técnico sanitario. Si no te encuentras bien no intervengas, le dijeron durante el camino. Nada tardaron en llegar. Inmediatamente les hicieron sitio a los dos sanitarios que se colocaron a un lado y otro del yacente. Cerca, muy cerca, les dejaban hacer una mujer y un chaval con el gesto desencajado. No hacía falta preguntar quienes eran ni como se sentían. Más allá la masa indistinguible de gente con gestos de preocupación.
A la desgracia se sumaba el absurdo de la bandera roja con el mástil tan cerca del ahogado. Tarde o temprano, siempre era así, alguien añadiría una dosis de culpabilidad al sufrimiento que hacía mella en los familiares. 
Cuando su compañero iniciaba la maniobra de reanimación cardiopulmonar oyó el calificativo imprudente destacando sobre el murmullo regular que dominaba la escena. Todo se aceleró con esa espoleta, la mujer se tiró sobre su marido gritando. Su compañero la miró, bastó ese gesto rápido para entenderse e inmediatamente supo lo que tenía que hacer. Sin demasiado miramientos, su compañero retiró a la mujer descontrolada. María le sustituyó, hizo lo que tenía que hacer, aplicó el protocolo que le habían enseñado: corazón, pulmones, corazón, corazón, pulmones… Y recordó la estadística del curso: 2%. El profesor añadió, algunos consiguen salvar al 5%. ¿Cuántos sería capaz de salvar ella? Corazón, corazón, respiración…
Sísifo con la piedra a media ladera. Pero ella no iba a ser como Sísifo, solo tenía que coronar la cumbre rápidamente para dar la vuelta al sufrimiento de esa familia. Todavía no era de noche. Constancia.
Cuanto antes mejor, deprisa, deprisa. Corazón, corazón.
LETE
Has de beber en el río Lete antes de renacer pues su agua limpia la memoria. ¿Acaso podrías vivir con la carga de tu triste vida anterior? Pero aún bebiendo en el río del olvido, al descansar, envueltos en el ropaje de los sueños volverán la culpa y el remordimiento.
Beber era precisamente de lo que tenía que olvidarme, aunque era difícil pues circulaba todo el día entre botellas. No todas con alta graduación, pero quienes me pedían bebidas isotónicas podían contarse con los dedos de la mano herida del capitán Garfio. “No invites tanto, Jaime”, me repetía mi socio. Pero por cada copa no cobrada, diez entraban en caja de esos mismos clientes que volvían con otros y juntos continuábamos la noche en esa divina rambla donde se podía repostar cada pocos metros.
Precisamente, bajaba el agua que daba miedo la noche cuando mi socio, en la puerta ya cerrada del restaurante, me dijo que lo dejaba, que el negocio no daba para más. “Todos lo saben, la cocinera, los camareros, los proveedores, hasta los clientes. Todos menos tú, Jaime, que tienes un problema con el alcohol”.
Si lo hubiera dicho con hostilidad me hubiera enfrentado, le hubiera pedido una prórroga para darle un enfoque diferente al negocio. Hubiera intentado convencerle, a él y a todos, ideas entonces no me faltaban, ni ganas de trabajar, pero dijo la frase con tanta tristeza que no admitía réplica. Lo único que se ocurrió fue ir a tomar una copa, yo solo, porque bajo un aguacero no crecen los amigos.
El recorrido para poner un broche digno a esta historia ha sido muy largo, porque lo que empieza mal suele tener peor final. Creo que ahora podría tomarme una copa y no pasaría nada. Pero no me interesa. Seguí trabajando en lo mío, contratado como camarero, y yendo a alcohólicos anónimos acompañado de mi mujer, pero no funcionó. Hasta que me echaron del trabajo. Y me fui al paro. Al paro y enfermo. Estuve mucho tiempo enfermo. Me dieron la pensión por minusválido. No es mucho, pero no me he gastado nada de ese dinero en beber, ni un céntimo. Y ya va para siete años.  Ahora tengo otra vida, no se si antes era más feliz, eso no puedo saberlo. Tampoco quiero averiguarlo.
PANDORA
Elpis fue la única que permaneció en la vasija cuando Pandora, comprendiendo el daño que causaba, volvió a cerrar la vasija de la que escapaban todos los males. Pero alguna emanación de la engañosa Esperanza hubo de salir también cuando los hombres confían en sus sueños.
Ya me voy.
Fueron sus palabras de despedida, parecía tener prisa. Cierra la puerta quedándose dentro. Dentro, junto a la puerta, escucha sin moverse los pasos de la trabajadora social según se aleja por la escalera hasta que dejan de oírse. Se ha ido. Baja la persiana lentamente y se oculta en la penumbra.  Modela el rostro con la oscuridad de sus manos, oculta sus ojos con la palma abierta oprimiendo con suavidad los párpados para no provocar ninguna luz fantasma, nada que la distraiga de la noche interior. Se rodea de silencio pues cualquier sonido la desasosiega.
Repasa la conversación que ha mantenido, especialmente los detalles tan dudosamente nítidos que ha mostrado a la funcionaria que ya debe estar lejos: el del padre cuando ella tenía cuatro años y la abrazaba cariñosamente. Ese es su mejor recuerdo. No la ha creído, como nadie la cree, porque todos han seguido viendo a sus padres y atesorando las infinitas expresiones que el tiempo superpone; pero a ella no le queda ningún otro, es el único que tiene.
Mi madre no me quiso, me maltrató tanto o más que mi marido. Aunque al menos por lo que él me hizo no fue tan grave como para hospitalizarme. Me cuidó mi abuela hasta que me repuse. Seguí con ella, fue la única que se preocupó un poco por mí cuando era pequeña. A pesar de todo, los últimos meses de enfermedad traté a mi madre lo mejor que supe, mejor de lo que se merecía. Estuve a su lado hasta que murió. Me la traje a casa, cargando con ella y eso que tenía al niño pequeño. No aparecieron mis hermanas hasta que murió… sus queridas hijas, tan preferidas. Estuve sola con ella, a su lado, sola hasta que todo hubo terminado.
Alicia repasa la conversación en la habitación oscurecida, habla consigo misma, a veces en voz alta, repitiendo las frases en las que fundamenta su esperanza. De la trabajadora social depende que le concedan la ayuda familiar. La enumeración es larga: no trabaja desde hace tres años; está finalmente divorciada, sin orden de alejamiento, su marido vive en otro portal, pero la suerte ha querido que estén separados judicialmente y por una pared de ladrillo. No le oye, pero le siente. Siendo portales diferentes la calle es la misma para los dos.
Y el hijo que le recuerda que es fea, mamá eres fea. Es fea, haga lo que haga. Siempre lo ha sabido, siempre ha sido así, eso no cambia. Le tocó a ella. Cuando el chico sea mayor y no la necesite podrá tomar por fin una decisión, la última.  Lo intentó hace tiempo, pero eso también salió mal.
La conversación ha ido bien, muchas preguntas, pocos comentarios de la trabajadora social que se ha dedicado a escuchar. Su hermana y el banco de alimentos le proporcionan comida. Necesita la ayuda de los servicios sociales para todo lo demás, también para que el chico pueda salir a la calle con un euro en el bolsillo. Puede que haya suerte.
MNEMOSINA

¿Dónde permanece lo ausente?

La procesión de antorchas se celebró un sábado de mediados de enero, un trece de enero. Recordaba el fatídico día, hizo memoria; sí, llevaba sin verle quince años. Su pareja salió para la concentración motera un viernes, a media mañana.  Al anochecer habría de llegar a la zona de acampada. No hubo suerte. Después de muchos años de ir juntos a Pingüinos, Inés tuvo que romper el ritual, no le acompañaría, se quedaría en el bar muy a pesar suyo. Siempre fueron juntos. Disfrutaba en el viaje de la velocidad, del corpachón de su pareja que paraba el aire mejor que un carenado y del afectuoso ambiente creado por los moteros en la concentración. Era una fecha esperada durante todo el año. Ahora el negocio era suyo y nadie la sustituiría. Se fue solo. Su compañero siempre se emocionaba en el desfile de la noche del sábado con las antorchas encendidas en recuerdo de los compañeros caídos para siempre. El sábado era el momento de fervor, cuando el ruido de miles de motores sobreacelerados se apagaban y las antorchas iluminaban el silencio de la gran hermandad. Otra luminaria más sin brazo para sostenerla.
Se le agolpaban los recuerdos cuando se acercaba julio, el dieciocho, el día en que también se marchó su hermana mayor después de una enfermedad larga. Seis años ya. Después de cinco había decidido no volver a Los Ramos en esa fecha. Podía postergar el homenaje que le hacía yendo al pueblo en donde de niñas pasaron juntas las vacaciones de verano con el hermano de su madre. Las dos reinaban en esa casa. El tío las llevaba al huerto y les permitía acercarse a las ruinas del polvorín en donde siempre había flores que luego su mujer colocaba en el comedor. Las mismas que durante cinco años colocó en la tumba de su hermana.
No cogerá el tren de cercanías, no al menos en esa fecha. En el pueblo podía sentirla con más intensidad, como si nunca se hubiera ido, estaba allí con ella, ¡la sentía tan cerca! Repasaba con su hermana las peripecias sufridas hasta que aprendieron a andar en bicicleta, con el tío acalorado y paciente, pasando de una a otra para mantenerlas en equilibrio. Seguían riéndose juntas, o sonriendo al menos. Hablaba con ella una vez más, sin pronunciar palabra, no lo necesitaban, se entendían como siempre. Estaban juntas. Nada podría separarlas. Pero mejor no, no volvería de momento al pueblo. Que pasara un poco de tiempo, o al menos esa fecha
JUICIO DE PARIS
Las tres diosas poseían belleza, poder y sabiduría en distintas proporciones. A Paris solo le fue dado elegir una opción entre esos dones para que la preferencia labrara su ruina.
Es una cuestión de inercia, dijo Rosario utilizando el término apropiado en un receso en la clase de física con la seguridad de quien se mueve en terreno trillado. Siempre salgo guapa, mantuvo sin altivez, no dando importancia a lo que poseía como una cualidad propia, adquirida para siempre, según señalaba, al finalizar su infancia. Tenía experiencia de sobra para posar con naturalidad a sus lozanos setenta y cinco años. La primera ley de Newton constata la perseverancia del estado de los cuerpos mientras no se actúe sobre ellos. Esa inmutabilidad era perfectamente aplicable a su persona desde que los flases la iluminaron. ¡La habían fotografiado tanto…!, lo suyo había sido un largo aprendizaje. De niña poseía ya un sereno desparpajo, que habría de desplegar ampliamente cuando los hermanos Tonetti se la llevaron de pinche en una gira que recaló en Londres cuando sólo tenía 16 años. José y Nolo hicieron de padres para ella y le enseñaron el oficio, que en el Gran Circo Atlas consistía en trabajar de todo menos de pantera. Aprendió un mal inglés al mismo tiempo que a volar en el trapecio, lo que le valió para ser contratada como doble de Betty Hutton en la película que Cecil Bon de Mille rodaba también con Charlton Heston y James Stewart en las pistas del circo Ringling. Se titulaba El mayor espectáculo del mundo.
Para Rosario, el interés de aquella época de oropeles radicaba menos en compartir plató con el profeta Moisés que en asistir al colegio que el estado español dispuso para los niños que nomadeaban en los circos. ¿De qué le valían los aplausos si no podía compartirlos con su madre? 
A los seis años salió de la aldea gallega para entrar de criada en una casa de la capital abandonando a un tiempo tierra, colegio e infancia. Se fue serena, sin las letras aprendidas, cuando todavía no tenía edad para ambicionar nada. Mientras permaneció en Madrid hablaba con su madre una vez al mes, pero con el peregrinaje del circo eso se había acabado. Recuperar a su madre a través de un teléfono era una tarea tan enigmática como irrealizable. Las atractivas cabinas telefónicas de Londres estaban mudas para ella. La comunicación se volvió infinitamente complicada hasta que el maestro, ambulante como el circo, le enseñó a verter en un sobre sus emociones para que viajaran los kilómetros que fuera necesario para abrirse a su destinatario. Dejó al fin de ser analfabeta, lo que fue como adquirir un sentido más que operaba a distancia. Le permitía ver, oír, besar y dar abrazos, aunque siempre con el cuidado de no correr la tinta con una lágrima.
Y eso era tanto o más importante que los aplausos escuchados desde lo alto del trapecio o el aprecio y el respeto granjeado en esa comunidad de locos ambulantes. Y más importante aún que lo que el director Cecil le dijo cuando paró una escena en el rodaje tras una trifulca entre las divas: se le quedó mirando y expuso con voz alta y clara para hacerse oír, que si por él fuera sustituiría como protagonista a cualquiera de esas tres, Betty Hutton, Gloria Graham o Dorothy Lamour por ella. Pero eso no lo podía escribir, se lo guardaba dentro para no darle a pensar a su madre que era una engreída.
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